miércoles, 13 de marzo de 2013

BERGOGLIO DESENMASCARADO

ECCE CHRISTIANUS
CABILDO4

LUNES, 31 DE MAYO DE 2010

BERGOGLIO
DESENMASCARADO

Por Antonio Caponnetto

EL JESUITA

Finalmente, ha salido a la luz el anunciado libro cuyo propósito es trazar una semblanza oficiosa y una biografía autorizada del Cardenal Jorge Mario Bergoglio.
Se trata de un largo reportaje, pautado y ejecutado prolijamente entre los autores y el personaje; y con la plena anuencia del entrevistado quien, además, promueve formalmente la obra desde la Agencia Informativa Católica Argentina. De modo que cuanto allí se dice debe darse por expresamente avalado y refrendado entre las partes. No hay lugar para el proverbial recurso a la descontextualización mal intencionada.
Los reporteros elegidos para tan singular retrato, retratan a la par las preferencias dialoguistas e intimistas del prelado: Sergio Rubín, el circunciso encargado de “los temas religiosos” en Clarín, y Francesca Ambrogetti de Parreño, la psicóloga social de la Agencia Ansa.
Párrafo aparte para el prologuista escogitado por Su Eminencia, el Rabino Abraham Skorka, ferviente justificador de las coyundas homosexuales, pues aunque “la opinión de la Biblia dice que la homosexualidad está prohibida, en una sociedad democrática hay que apelar a informes antropológicos y sociológicos […] Estamos viviendo en una realidad democrática y sabemos perfectamente bien que existen personas que tienen una sexualidad definida en otro sentido respecto de la concepción bíblica” (Cfr. Agencia Júdía de Noticias, 30-6-2008,http://www.prensajudia.com/shop/detallenot.asp?notid=19608).
La democracia por encima de la Ley de Dios. ¡Presentador acorde a sus criterios políticamente correctísimos se buscó el Pastor!
Son simples los datos bibliográficos de la obra, para quien quiera ubicarla: Sergio Rubín, Francesca Ambrogetti, El Jesuita. Conversaciones con el Cardenal Jorge Bergoglio, S.J, Buenos Aires, Vergara, 2010, 192 ps.
Castellani contaba que el torpón de Franceschi lo reprendió por aquella humorada de “Las Canciones de Militis”, pues –según él- tal título evocaba “Les chansons de Bilithis” de Pierre Louis, un libro presuntamente inmoral. Bergoglio tuvo más suerte, o no, según se mire. Porque El Jesuita es el mismo título de una obra decididamente anticristiana de Rubén Darío, pero nadie le sugirió que lo modificara. La verdad es que al acabar este inicuo libelo bergogliano, la voz otrora impía del nicaragüense parece hallar, al menos en este caso, su justificación más plena:
“Bien: ahora hablaré yo.
Juzga después, lector, tú:
el jesuita es Belcebú
que del Averno salió”.
Jorge Mario Bergoglio. El Jesuita. De él tratan las páginas que a continuación reseñamos.

ANTES ERA FANFARRÓN, AHORA SOY PERFECTO

Varias obsesiones recorren estas cartillas. Y nada se ha improvisado para darles cauce.
Bergoglio necesita probar que él es un hombre humilde, modesto, austero. Un pibe de barrio que puede hablar de fútbol y de tango —como de hecho lo hace y con abundancia— lo más alejado posible de la imagen tradicional de un Príncipe Cristiano. Acorde con los tiempos y los gustos, y con la línea vulagrizante impuesta por alguno de sus antecesores, lo estimable ya no será el señorío jerárquico sino el muchachismo populista. No la estricta ortodoxia sino la mirada plural, contemporizadora, con calculados barnices de herejía. Tampoco y mucho menos la actitud magistral de quien por ministerio debe ser tenido como Maestro de la Verdad. Por el contrario, lo estimable será la duda, la vacilación, el enjuague, el espacioso mundo donde las ideas se pueden negociar, como quería John Dewey. “Alguien puede pensar que un creyente que llega a Cardenal tiene las cosas muy claras”, le plantea la dupla interrogadora. “No es cierto”, le asegura enfáticamente el interrogado (pág. 53). Y en él, tan mísero aserto es verdad pura, patética y funesta.
El modelo a seguir, claro, ya no es el de los eminentes Varones de Cristo, como los Cardenales Pie o Billot, sino el de aquel monsignori tránsfuga que describiera Hugo Wast, en cuya corona se había incrustado una cuarta diadema en señal de adoración hacia la democracia. No prediquemos entonces el deber de batirse por la Verdad Única, Crucificada e Indivisa, sino “la aceptación de la diversidad que nos enriquece a todos” (pág. 169). No la Verdad Revelada sino las verdades múltiples y consensuadas “con diálogo y amor” son “la celebración” preferida por el obispo (pág. 169).
Concorde con este clima intelectual y moral se presenta “prefiriendo el simple traje oscuro a la sotana cardenalicia” (pág. 18), hincha de San Lorenzo, buen cocinero, antiguo bailarín de milonga (pág. 120) y ex laburante en un laboratorio (capítulo dos). Y por eso, verbigracia, interrogado acerca del ocio, no recurre para definirlo a los seguros autores clásicos que de él se ocuparon, ni a los modernos como Pieper o Guardini, que dice haber estudiado, sino a Tita Merello cantando: “che fiaca, salí de la catrera” (pág. 37). Dar pruebas de “normalidad” para Bergoglio, no es apelar a lo normativo y eximio sino a lo que abunda, a lo populachero y sensibloide. Ser hijo del Siglo, diría Ernest Hello.
Nadie podrá escribir de él lo que se anotó del Quijote, para su gloria: “parecíales otro hombre de los que se usaban”. No; él es un hombre bien ad usum: vulgar, ordinario, arrabalero, pluralista y prosaico. Moderno. Y en esto, según su errática perspectiva, está la prueba de su obsesiva humildad y de su progreso espiritual en el arte de aprender a superar los defectos.
El Rabino Skorka lo pondera desde el comienzo, no sólo como alguien con quien trabó “la verdadera amistad” que “define el Midrash”, sino como un modelo de humildad, ya que “todos coincidirán en la ponderación del plafón (sic) de humildad y comprensión con que encara cada uno de los temas” (págs. 10-11).
Bergoglio deja correr insensatamente el juego del “bajo perfil”, sin querer advertir la paradoja —y aún el pecado— de esta autocomplacencia infatuada en ser descripto como un sencillo y componedor bonachón. La egolatría de mostrarse cual l’uomo qualunque sigue siendo manifestación de la soberbia, no por la naturaleza de lo que se ostenta sino por vicio de la ostentación. Pero esta es, como decimos, una de las obsesiones psicológicas del biografiado: que se lo perciba como un hombre del montón; alguien que continúa “viajando en colectivo o en subterráneo y dejando de lado un auto con chofer” (pág. 17).
No son pocas las veces en que los periodistas interrogadores —salvajemente indoctos en materia religiosa— le regalan este tipo de ponderaciones. Y Bergoglio las acepta, con esa fanfarronería del humilde profesional que decía Jorge Mastroianni. Desechando el consejo ignaciano de contemplar la rebelión de los ángeles caídos, para evitar que nos suceda como a ellos, que “veniendo en superbia, fueron convertidos de gracia en malicia” (E.E, 50).
Porque ¿quién que tenga realmente esa “corona y guardiana de todas las virtudes”, como llamó San Doroteo de Gaza a la humildad, daría su anuencia para que se publiquen páginas y páginas ensalzando la posesión de este don? ¿Quién, que a fuer de genuinamente humilde, practicara ese “laudable rebajamiento de sí mismo” que pedía Santo Tomás, erigiría en vida su propio monumento a la humilitas? ¿Quién veramente abocado a la nadidad evangélica —en preciosa expresión de San Buenaventura— podrá contratar a un puñado de escribas para que le canten la palinodia de su arrollador recato? ¿Quién que no tuviera ese “brote metafísico de la soberbia intelectual que es el principio de la inmanencia”, según clarividente análisis de García Vieyra, prohijaría que se dijera de sí mismo que “su austeridad y frugalidad, junto con su intensa dimensión espiritual, son datos que lo elevan cada vez más a su condición de papable”? (pág. 15) ¿Creerá de veras Bergoglio que a la tierra del subte y del colectivo se refería San Isidoro cuando definió al humilde en sus Etimologías como el quasi humo acclinis, o inclinado a la tierra? ¿Creerá de veras que alguien más que Jesucristo puede decir de sí mismo: “aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (San Mateo, 11, 29)?
A Bergoglio le sucede lo que al protagonista del chascarrillo aquel que desenmascara la petulancia invencible del porteño. A la hora de aclarar lo mucho que ha mejorado su vida moral, le dice a su imaginario interpelador: “antes era fanfa, ahora soy perfecto”.

DEJATE “SINAGOGUEAR” POR EL MUNDO


Amigo de neologismos y de chabacanerías, el Cardenal supo acuñar entre otras zarandajas, aquello de “dejate misericordear por Cristo”. Pero él —un exponente más del judeocatolicismo oficial, hoy dominante— ha preferido en principio, dar y recibir las ternezas de los deicidas.
Se cuentan por decenas los gestos judaizantes del Primado, de los que pueden dar clara y ominosa cifra su pública amistad con los rabinos Sergio Bergman y Alejandro Avruj, al primero de los cuales prologó su libelo “Argentina Ciudadana”, y al segundo entregó el Convento de Santa Catalina en noviembre de 2009 para que festejara la impostura de “La noche de los cristales rotos”. Y ambos hebreos, al igual que el prologuista Skorka, explícitos justificadores de la sodomía. El fantasma contranatura de Marshall Meyer los protege a todos, y a todos reúne bajo el humo desolador de Gomorra.
Mas aquí estamos ante la segunda obsesión del Cardenal. Se ha impuesto probar su afinidad y su afecto con el mundo israelita; y no conforme con las definiciones eclesiales públicas dadas en tal sentido, abunda ahora en El Jesuita, en testimonios menores, intencionalmente escogidos para agradar al Sanedrín.
Los reporteros —a cuya tribal insipiencia teológica ya hemos aludido— le plantean como una objeción para la aceptación de la Fe Católica, el hecho de que “el principal emblema del catolicismo es un Cristo crucificado que chorrea sangre” (pág. 41). “Usted no puede negar” —le reprochan cortésmente— “que la Iglesia destacó en sus dos milenios al martirio como camino hacia la santidad” (pág. 42).
Cabían varias y bien sazonadas respuestas católicas, todas ellas partiendo del enfático rechazo de la infame petición de principios de los periodistas, según la cual, la sangre y el martirio son piantavotos, y eso explicaría el alejamiento popular de la Iglesia. Cabía una lección magnífica sobre “la sangre por amor a la Sangre” de Santa Catalina de Siena, y el valor inabolible del martirio con efusión sanguínea para conquistar el cielo por asalto, como rezan los Evangelios. Cabía, en suma, decirles a los escribas con sus propias palabras: “No, por supuesto, yo no puedo ni debo negar que la Iglesia destacó en sus dos milenios al martirio como camino hacia la santidad. Y no puedo ni debo negarlo porque es la pura y gloriosa verdad que la Iglesia siempre ha enseñado y siempre enseñará”.
Pero no; Su Eminencia no elige ninguna respuesta católica. Sostiene sin rubores que “asociar con lo cruento” al martirio, ligarlo con la idea de “dar la vida por la Fe”, es la consecuencia de que “el término [martirio] fue achicado” (pág. 42). El peculiar “achicamiento” consistiría, nada más y nada menos, que en llevar hasta el extremo previsto y deseable las enseñanzas de Jesucristo: “Todo el que pierda su vida por mí la ganará” (San Mateo, 10, 39). Lo que para la Iglesia fue su corona; esto es, que el discípulo se asemeje a su Maestro aceptando libremente la donación de la propia vida, para Bergoglio es su empequeñecimiento, su reducción, su “achique”.
En consecuencia, él se inclina por “La Crucifixión Blanca, de Chagall, que era un creyente judío; no es cruel, es esperanzadora. A mi juicio es una de las cosas más bellas que se pintó” (pág. 41). Esta “cosa más bella”, según declaró el mismo artista en 1938, es un Cristo rodeado de ornamentos, personajes, objetos y simbolismos judaicos en homenaje a las víctimas de los nazis, quienes expresamente aparecen como los verdugos del Señor, por ser judío. En la línea de otros dogmáticos de la Shoa, el cuadro de Chagall desplaza el centro del holocausto, de Jesucristo a las presuntas víctimas de Hitler. Se trata, pues, de una profanación hebrea del Santo Sacrificio de la Cruz. Pero para Bergoglio es “la” pintura (pág. 120).
En la misma línea ideológica, y para seguir avivando el fuego semita, Su Eminencia sale del ámbito espiritual y artístico para recalar en el terreno moral.
Con un simplismo impropio de un hombre de estudio, y con un relativismo aún más impropio en un hombre de Fe, sostiene que “antes se sostenía que la Iglesia Católica estaba a favor [de la pena de muerte] o, por lo menos, que no la condenaba”. Pero ahora en cambio, merced al progreso de la conciencia, se sabe que “la vida es algo tan sagrado que ni un crimen tremendo justifica la pena de muerte” (pág. 87).
Entendamos el argumento evolucionista de Bergoglio para valorar adecuadamente lo que dirá después. La aceptación de la licitud de la pena de muerte —que aparece taxativamente exigida como tal, tanto en las páginas vetero y neotestamentarias como en un sinfín de doctrineros católicos y de textos pontificios— debe percibirse como un déficit, un tramo oscuro en el devenir de la conciencia que busca la luz. Lo mismo se diga de las sociedades. En la medida en que “la conciencia moral de las culturas va progresando, también la persona, en la medida en que quiere vivir más rectamente, va afinando su conciencia y ese es un hecho no sólo religioso sino humano” (pág. 88).
Para el Cardenal, está claro, no por un análisis per se del hecho, que lo valore inherentemente, sino por la evolución de la conciencia, tanto la Iglesia como la Humanidad saben hoy que la pena de muerte debe ser rechazada. Clarísimo caso de aquella ruinosa cronolatría que protestara Maritain en Le Paysan de la Garonne. Pero entonces, ¡cómo no deplorar, en consecuencia, aquellos momentos aún involutivos en los que se juzgó erróneamente que algo podría justificar la pena de muerte, incluso “un crimen tremendo”! ¡Cómo no maldecir los tiempos eclesiales y sociales en los que la conciencia aún juzgaba que bajo determinadas condiciones, circunstancias y requisitos era legítima la aplicación del castigo capital!
Este era el sequitur lógico del razonamiento bergogliano. Pero un tema irrumpe en el diálogo y la ineluctable evolución de la conciencia se puede permitir una excepción. ¿Y cuál será ese tema? Dejémoselo explicar al interesado: “Uno no puede decir: «te perdono y aquí no pasó nada». ¿Qué hubiera pasado en el juicio de Nüremberg si se hubiera adoptado esa actitud con los jerarcas nazis? La reparación fue la horca para muchos de ellos; para otros la cárcel. Entendámonos: no estoy a favor de la pena de muerte, pero era la ley de ese momento y fue la reparación que la sociedad exigió siguiendo la jurisprudencia vigente” (pág. 137).
El pequeño detalle —advertido precisamente por los kelsenianos de estricta observancia— de que “la ley de ese momento”, vigente positivamente en Alemania, no volvía criminales a los jerarcas nazis, se le olvida al Cardenal. El otro detalle más “pequeño” aún, de que en Nüremberg no se dejó tropelía legal por cometer, ni aberración jurídica por aplicar, ni derechos humanos de los acusados por conculcar, ni tortura aborrecible por aplicar, ni mentira por aducir, tampoco cuenta. Ese otro detallecito de que la horca y el tormento atroz para los germanos no fue “la reparación que la sociedad exigió” sino la venganza monstruosa de la judeomasonería, tras los triunfantes genocidios de los Aliados, en Hiroshima y Nagasaki, ninguna importancia tiene. El Cardenal está en contra de la pena de muerte, pero si van a matar nazis seamos comprensivos y hagamos una excepción hermenéutica. “Era la ley de ese momento”, caramba. La evolución de la conciencia podía esperar un ratito más.
El Cardenal, además, como feligrés y miembro dirigente del judeocristanismo, ya tiene dónde tranquilizar sus escrúpulos, supuesto que le acometieran. “Hace poco” —les confía a sus socios biográficos— “estuve en una sinagoga participando de una ceremonia. Recé mucho y, mientras lo hacía, escuché una frase de los textos sapienciales que nos recordaba: «Señor, que en la burla sepa mantener el silencio». La frase me dio mucha paz y mucha alegría” (pág. 151).
Lo que no sabemos es si Su Eminencia se refiere a la burla propia o a la que él le propina a Jesucristo al visitar obsecuentemente la morada de los negadores de su divinidad y artífices de su asesinato. Porque el prete podrá hacer silencio ante la merecida chacota que lo tenga por objeto, pero Dios no se deja burlar (Gálatas, 6, 7). Y el día en que regrese en pos de Su Justicia irrefragable y definitiva, los que se pasaron la vida sinagogueando, a fuer de felones, sabrán qué quería decir Marechal cuando mentaba en el Altísimo “la vara de hiel de su rigor”.

MARXISTAS BUENOS Y CATÓLICOS MALOS


En plena concordancia con lo hasta aquí exhibido —reiterémoslo: una pseudohumildad grotesca y un criptojudaísmo vergonzoso— Bergoglio saca a relucir su tercera obsesión. Consiste la misma en mostrarse ponderativo y encomiástico con los enemigos de la Iglesia, omitiendo todo el vejamen y todo el daño inmenso que los mismos le han infligido y le siguen infligiendo a la Esposa de Cristo. En el trazo maniqueo de su criterio —que él pretende encubrir bajo las apariencias de lo ecuánime— a este polo de positividad sólo puede oponérsele uno de simétrica negatividad; y el mismo, curiosamente, está encarnado en los católicos. No en todos, claro, sino en los “fundamentalistas”. Hablemos claro: en los católicos ortodoxos.
Un primer ejemplo de bondad enemiga lo constituye Esther Balestrino de Careaga.
Para quienes no lo sepan, esta mujer –junto con todo su grupo familiar- era una activa militante del terrorismo marxista, procedente del Paraguay. Bajo el sosías de “Teresa” integró las primeras células que constituyeron la Agrupación Madres de Plaza de Mayo, recibiendo hasta hoy los homenajes laudatorios incesantes de la desaforada Hebe de Bonafini. (cfr. vg.http://www.paginadigital.com.ar/articulos/2002rest/2002seg/entrevistas/hebe26-2.html)
No creemos que en la Argentina del presente haya un solo ciudadano que necesite que se le explique —cualquiera sea su posición ideológica— cuál es la verdadera misión que han cumplido y cumplen las llamadas “Madres de Plaza de Mayo”. Su adscripción a la guerrilla marxista internacional, y no sólo argentina, es explícita, frontal, sostenida, virulenta y particularmente belicosa.
Pero para Bergoglio, esta “simpatizante del comunismo” (sic) se trató de “una mujer extraordinaria”, a quien “quería mucho […] Me enseñaba la seriedad del trabajo. Realmente le debo mucho a esta mujer […] Fue raptada junto con las desparecidas monjas francesas. Actualmente está enterrada en la Iglesia de Santa Cruz” (pág. 34). “Tanto me enseñó de política” (pág. 147-148).
Iniquidades de los tiempos de los que Su Eminencia deberá rendir cuentas. No hay templos que alberguen los cuerpos acribillados de los civiles o militares católicos a quienes abatió el odio criminal del Comunismo. Pero una iglesia puede ser entregada a las bandas erpianas y montoneras, para que la conviertan en su bastión y en su cementerio. Y el responsable de tamaña profanación lo vive como un logro y una fiesta.
La segunda bondad encarnada es, para Bergoglio, la mismísima Bonafini. Los periodistas se la mencionan dándole pie para alguna observación crítica, para algún llamado tenue de atención, para algún módico tirón de orejas, habida cuenta de la aversión patológica que esta infame mujer viene desplegando desde hace décadas, cada vez con más desenfreno e insolencia.
“Hay también quienes ven actitudes de revanchismo”, le espetan los escribas. “Por caso, la presidenta de las Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini”. Lo que le están queriendo preguntar es, en suma, si actitudes rencorosas y vengativas como la de este monumento al odio “ayudan a la búsqueda de la reconciliación” (pág. 139). Y se lo están inquiriendo, no un par de macartistas, sino dos mascarones de proa de la izquierda nativa, de los tantos que hoy se sienten perturbados ante esta abisal frankenstein que han creado y ya no pueden controlar.
El Cardenal no admite las premisas implícitas y explícitas contenidas en el interrogante de los reporteros. Quien ya ha hecho el elogio de los desaparecidos, como si la condición de tal probara su inocencia y la justicia de su causa, justificará ahora plenamente a Bonafini: “Hay que ponerse en el lugar de una madre a la que le secuestraron sus hijos y nunca más supo de ellos, que eran carne de su carne; ni supo cuánto tiempo estuvieron encarcelados, ni cuántas picaneadas, cuántos latigazos con frío soportaron hasta que los mataron, ni cómo los mataron. Me imagino a esas mujeres, que buscaban desesperadamente a sus hijos, y se topaban con el cinismo de autoridades que las basureaban y las tenían de aquí para allá. ¿Cómo no comprender lo que sienten?” (pág. 139).
Hubo otras muchas mujeres —esposas, madres, hijas, novias, hermanas— a quienes los múltiples retoños de Bonafini asesinaron a mansalva. Mujeres cuyo dolor no subsidió el Estado, cuyo luto no financió la Internacional Socialista, cuyo llanto no rentaron los terrorismos estatales soviético o cubano, cuya venganza monstruosa no prohijó el oficialismo, cuyo rencor satánico no respaldó la jurisprudencia del Poder Mundial. Para estas mujeres heridas, anónimas y silentes, a quienes las actuales autoridades “basurean”, Su Eminencia no tiene una palabra de comprensión ni de consuelo. Tampoco para los cientos de soldados arbitrariamente detenidos por la tiranía kirchnerista, detrás de cada uno de los cuales existen otras muchas centenas de mujeres –católicas prácticas en gran número- a quienes se les ha cercenado la jefatura del hogar.
Hay más “buenos” previsibles nombrados al pasar. Angelelli, Mugica, los palotinos, las monjas francesas, los curas tercermundistas con el Padre Pepe Di Paola a la cabeza (pág. 106), los grandes heresiarcas “Hesayne, Novak y De Nevares” (pág. 140), los “teólogos de la liberación” que “se comprometieron como lo quiere la Iglesia y constituyen el honor de nuestra obra” (pág. 82), los redactores de “Nuestra Palabra y Propósitos”, publicaciones ambas del Partido Comunista (pág. 48), y hasta el mismísimo Casaroli, a quien insensatamente pone de ejemplo (pág. 78), omitiendo que fue el artífice de aquella siniestra y ruinosa felonía denominada Ostpolitik. Para el glorioso Cardenal Mindszenty (cada llaga recibida en las cárceles comunistas lo nimbó de gloria) Casaroli era la imagen negra y enlodada de la “Iglesia de los Sordos”, negociadora ruin de la sangre mártir. Para Bergoglio, Casaroli es un modelo de la “Iglesia Misionera” (pág. 78).
“Helada y laboriosa nadería, fue para este jesuita” la Barca de Pedro, diría Borges de Su Eminencia, perdonando por contraste y post mortem a Gracián. Porque en rigor, tanto sorprende la gélida conducta con la que encomia a los peores lobos, como la nadidad a la que reduce a quienes debería tener por arquetipos, si fuera un verdadero creyente. Los óptimos, para el obispo, están cruzando la raya de la Iglesia y confrontando con Ella.
Al fin, y como anticipábamos, si los buenos de la cinematografía bergogliana son todos rojos, aquellos pasibles de reproches y de acrimonias son ciertos católicos claramente identificables como tradicionalistas, o simplemente católicos, apostólicos y romanos. Por ejemplo, los que esperaban que Benedicto XVI criticara “al gobierno de Rodríguez Zapatero por sus diferencias con la Iglesia en varios temas”, como el “del matrimonio entre homosexuales”, sin darse cuenta de que “primero hay que subrayar lo positivo, lo que nos une” (pág. 80). Qué puede unir a un católico con un gobierno manifiesta y exacerbadamente anticatólico, no se aclara. Pero la intención es evidente: Zapatero tiene cosas “positivas” que nos permitirían “el caminar juntos” (pág. 80). Los desviados son los fundamentalistas que anhelan que el Vicario de Cristo condene a un rufián y a un régimen político en el que Satán se enseñorea a su antojo.
Otros católicos impresentables son los preocupados por “si hacemos o no una marcha contra un proyecto de ley que permite el uso del preservativo” (pág. 89). “Con ocasión de la llamada Ley de Salud Reproductiva, algunos grupos de élites ilustradas de cierta tendencia querían ir a los colegios para convocar a los alumnos a una manifestación contra la norma porque consideraban, ante todo, que iba contra el amor […] Pero el Arzobispado de Buenos Aires se opuso a que los chicos participaran por entender que no están para eso. Para mí es más sagrado un chico que una coyuntura legislativa […] De todas maneras, aparecieron algunos colectivos con alumnos de colegios del Gran Buenos Aires. ¿Por qué esta obsesión? Esos chicos se encontraron con lo que nunca habían visto: travestis en una actitud agresiva, feministas cantando cosas fuertes. En otras palabras, los mayores trajeron a los chicos a ver cosas muy desagradables” (pág. 90).
Es curioso el razonamiento de Su Eminencia. Por lo pronto, minimizando los alcances y los fundamentos de la Ley de Salud Reproductiva, claramente encuadrable en lo que Roma condena como “cultura de la muerte”. El vocero de esta medida, Ginés González García, Ministro de Salud de Néstor Kirchner, no dejó un solo instante de manifestarse agresivamente contrario al Magisterio de la Iglesia, ni de exteriorizar socarronamente su contento porque con tal disposición legal se coronaba la embestida contra la moral cristiana. La sociedad entera lo recuerda aún con estupor —a él y a su mandante— difamando, calumniando y persiguiendo a Monseñor Baseotto, por haber osado recordarle las prescripciones evangélicas pertinentes.
Sin embargo, tamaña embestida legal contra el Orden Natural, tamaño intento orgánico y oficial por alterar la Ley de Dios, tamaño proyecto gramsciano opuesto al Decálogo, tamaña revolución cultural de inequívoco signo marxista, sería apenas para Bergoglio “una coyuntura legislativa” contra la que no vale la pena movilizar a la juventud tras las clásicas banderas del catolicismo militante.
¿No advierte el Cardenal que ese “chico” que le resulta “sagrado” es el primer damnificado de esta “coyuntura legislativa” contra la cual no desea que se combata? ¿No advierte asimismo que si la ley inicua no se detiene, ese “chico sagrado” empezará por no poder nacer, por ser abortado, o por no poder ser criado en un hogar con padre y madre? ¿No advierte, al fin, que la susodicha Ley de Salud Reproductiva, forma parte de un proyecto mayor, que lejos de ser una mera coyuntura legislativa que “va contra el amor”, instala coactivamente una cosmovisión radicalmente opuesta y contraria a la moral cristiana?
Los “malos”, los merecedores del repudio y de la condena, no son para Bergoglio los gobernantes y sus aliados que promulgan este tipo de normas inicuas, sino los “grupos de élite ilustrada”, los católicos pro vida, que quieren movilizarse con sus familias para hacerle frente a tamaña iniquidad. Y en el colmo del desbarre conceptual, el Cardenal, en vez de encomiar el celo de esos hogares misioneros y de instar a los jóvenes al heroísmo y al testimonio gallardo, juzga la actitud católica como una “obsesión” y aún como una imprudencia. ¡Los “chicos” fueron llevados “a ver cosas muy desagradables”! ¿Es que hay algo más desagradable que pudiera ver un joven, que la ruina de su patria y del lugar santo, sin intentar siquiera una reacción vigorosa y entusiasta? ¿Es que la culpa de la desagradable visión no la tienen los degenerados que arman el espectáculo indecente de su impudicia, sino los que instamos a concurrir a todos en defensa del Bien?
Su Eminencia nunca podría haber escrito ese maravilloso elogio que hizo Eugenio D’Ors al gesto impar de Ananías, Azarías y Misael, pidiendo para sus propios hijos que “en el horno ardiente de la España roja” fueran capaces de ofrendar sus vidas por la Realeza de Cristo. Maldito el profeta Daniel que no comprendió que estos tres muchachos son más sagrados que la “coyuntura legislativa” de Nabucodonosor. Así razona el Primado.
Malos son también los católicos “restauracionistas, para los cuales la patria es aquello que recibí y que tengo que conservar tal como la recibí”, cuando “todo patrimonio debe ser utópico”, porque “las utopías hacen crecer” (pág. 112-113).
Alérgico al uso de la palabra “nacionalista” —“de una persona que ama el lugar donde vive no se dice que es […] un nacionalista (pág. 164)—, el Cardenal rechaza de plano al Nacionalismo Católico cuando alude al restauracionismo, y brega neciamente por el utopismo, esa herejía perenne que con sobrados fundamentos desenmascarara Thomas Molnar.
Véase si no esta innecesaria referencia. Cuando se repatriaron los restos de Rosas “los nacionalistas se apropiaron de este hecho y lo transformaron en un acto sectario […] Hasta el cura que rezó el responso se colocó [el característico poncho rojo]; se lo colocó arriba de la sotana, algo aún más desacertado, porque el sacerdote debe ser universal” (pág. 110).
Bergoglio debería saber que el restauracionismo que rechaza tiene su fundamento en San Pío X, y que a él han remitido siempre sus desdeñados nacionalistas para proponerse la empresa de restaurar en Cristo una patria que en Cristo nació. Debería saber igualmente que el anhelo de conservar la patria tal cual la recibimos, es un mandato del Génesis no de Mussolini, y que el Apóstol no predicó “guardad las utopías” sino “conservad las tradiciones”.
Debería saber, además, que la repatriación de los restos de Rosas no fue un acto del que se apoderaron los nacionalistas —que tenían todo el derecho del mundo a hacerlo— sino que manejó discrecionalmente, desde el principio al final, el gobierno que entonces tomó la decisión política de traer al Restaurador de las Leyes. Otros fueron los sectarios en aquellas jornadas. Precisamente quienes adscriptos a vetustas sectas y logias masónicas pretendieron deslegitimar la repatriación del Héroe. Pero para ellos no llegan las reprimendas.
Si el Cardenal repasara a San Pablo, se encontraría con la Carta a los Hebreos (10, 32), diciendo: “Traed a la memoria los días pasados, en que después de ser iluminados, hubisteis de soportar un duro y doloroso combate”. Y comprendería porqué los nacionalistas —que soportamos un duro y doloroso combate por desagraviar la memoria de Rosas— sentimos como propia la repatriación de sus restos, a pesar de que el Menemismo no fue nunca otra cosa que una pluriforme cloaca. Pero sentir y vivir algo como propio, no significa apropiárselo sectariamente.
Este agravio gratuito al Nacionalismo Católico, halla su canallesco estrambote en el ataque al Padre Alberto Ezcurra, el aludido cura de poncho rojo que le rezó a Don Juan Manuel el responso más apoteósico y vibrante del que tengamos memoria.
Verdaderamente, llama la atención tanta infamia. El “Padre Pepe” —uno de los confesos ídolos del Cardenal— va vestido con deliberado aspecto de zaparrastroso. Idéntica facha marginal y rotosa adopta como un emblema la clerecía progresista de todo pelaje. Del modo más aseglarado y secularizante va disfrazado el grueso del clero cuya disciplina depende teóricamente del Arzobispo. Y hasta los altos dignatarios de la Jerarquía —Su Eminencia incluido— no portan más que un traje de calle, en las antípodas del hábito talar cuya preferencia y dignidad predicara obstinadamente, entre otros, Juan Pablo II. Pero al Cardenal Bergoglio lo único que le molesta es el poncho federal del Padre Alberto Ezcurra. Lo único que le parece “un desacierto” es que un destacadísimo sacerdote patriota ande emponchado como supieron hacerlo Brochero o Fray Luis Beltrán. Que ese poncho insigne —con el que fueron al combate los criollos de ley y sus viriles capellanes, sirviendo de pendón y de mortaja a tanto paisanaje fiel— le parezca al Cardenal que le “quita universalidad al sacerdote”, lo único que prueba es la profunda desafección que tiene de nuestras genuinas raíces nacionales. Y el desconocimiento de aquel axioma clásico que sintetizara Tolstoi: “pinta tu aldea y serás universal”.
¿Debe extrañarnos? Quien puede lo más puede lo menos. Criptojudío, filomarxista, pro tercermundista, propagador de heterodoxias —de manera formal, externa, pública y notoria— ¿por qué no habría de menospreciar a un cura gaucho y patricio, rezándole un responso a Rosas, ataviado con su poncho punzó, cruzando la vieja, gastada y noble sotana? ¿Por qué la aristocracia de este gesto sacerdotal habría de sintonizar con el plebeyismo más rancio que él ostenta cotidianamente?

EL COLABORACIONISTA


Hemos dejado para el final la obsesión central y recurrente de este libro. Posiblemente su causa eficiente y uno de sus principales motores.
Aunque con toda deliberación no se lo menciona, el fiero y terrible replicado en El Jesuita es Horacio Verbitsky. Porque fue y es este sicario mendaz quien más lo hostilizó a Bergoglio inventándole un pasado supuestamente derechista, un presente opositor antikirchnerista y unos antecedentes o comportamientos que lo vincularían con el Proceso. En suma, para Verbitsky, el Cardenal sería culpable del mayor de los males concebibles en todos los tiempos, períodos, latitudes y esferas: no haber hecho nada a favor de los desaparecidos, convirtiéndose así en aliado de la represión militar.
A efectos de replicar esta especie —que para un hombre como Bergoglio es mucho más grave que si lo acusaran de calvinista, de arriano, de sacrílego o de invertido— lo primero que hace es comprar el paquete entero de la historia oficial elaborada por el marxismo dominante. Y demostrar, además, que el paquete comprado le merece plena confianza.
Por eso los elogios a la terrorista paraguaya, la amplísima comprensión y ninguna condena a la Bonafini y su banda comunista, las majaderías hacia el clero tercermundista, la aquiescencia frente a la Teología de la Liberación, las decenas de contemporizaciones con el marxismo, los intencionales aplausos a los “luchadores por los derechos humanos”, y la canonización del clero y del monjerío partícipes activos de la Guerra Revolucionaria. Por eso el guiño constante de aprobación para los nombres de Mugica, Angelelli, Argibay o Zaffaroni, y el llanto y rechinar de dientes para las Fuerzas Armadas y de Seguridad.
En los disturbios del 20 de diciembre de 2001 —causados, sin duda, por el nefasto gobierno de De la Rua—, varios policías cayeron salvajemente agredidos por la turbamulta de piqueteros que invadió la Plaza de Mayo. Uno de ellos fue literalmente linchado, sin que sus compañeros pudieran rescatarlo a tiempo. Bergoglio, que observaba los trágicos sucesos, sólo vio lo que quiso. “Llamó al Ministro del Interior […] para detener la represión […] al ver desde su ventana en la sede del Arzobispado cómo la policía cargaba sobre una mujer” (pág. 18). Es apenas un primer ejemplo, pero el maniqueísmo ideológico queda retratado; y el servilismo al pensamiento único también. La policía represora es siempre malvada. Los manifestantes populares son fatalmente buenos.
“Durante la última dictadura militar —cuyas violaciones a los derechos humanos, como dijimos los obispos, tienen una gravedad mucho mayor ya que se perpetran desde el Estado— hasta se llegó a hacer desaparecer a miles de personas. Si no se reconoce el mal hecho, ¿no es eso un modo extremo, horripilante, de no hacerse cargo?” (pág. 138).
Es apenas un segundo ejemplo, pero bien que representativo. El mito basal de las izquierdas es asumido íntegramente por el discurso oficial del Cardenal. El “Proceso” fue una “dictadura”; el Estado Argentino fue terrorista (pero no así los Estados Cubano, Soviético y Chino que sostenían la guerrilla); los desaparecidos se convierten en incuestionables seres en virtud de la inmoralidad del procedimiento que los hizo desaparecer; y el metro patrón para medir la maldad de un gobierno es la violación a los derechos humanos, concebidos ya sabemos cómo: como se conciben desde la Revolución Francesa hasta la Revolución Bolchevique.
Esta es, pues, la obsesión hegemónica de Su Eminencia. Que se lo tenga por un hombre políticamente correctísimo, depósito y heraldo del pensamiento único, lo que implica, en primer lugar, haber combatido “la Dictadura” y cooperado con sus “víctimas”. Gran parte del capítulo trece esta dedicado a probarlo. “A mí me costó verlo [se refiere al sistema represivo], hasta que me empezaron a traer gente y tuve que esconder al primero” (pág. 141).
Su Eminencia, claro, da por sentado lo que los reporteros y el imbecilizado público en general acepta a priori y sin condicionamientos: que el escondido era un joven idealista, perseguido injustamente por las brutales fuerzas del orden. La posibilidad de que estos escondidos, al igual que los palotinos y las monjas francesas —a cada rato llorados por Bergoglio— fueran activistas guerrilleros, ideólogos o cómplices activos de la Guerra Revolucionaria que asolaba a la Nación, ni se le pasa por la cabeza. Ni siquiera ante la abundancia de constataciones que hoy permiten saberlo.
Nada le importan la verdad ni el juicio ecuánime sobre los hechos pasados. Su conciencia no sufre mella alguna con mirada tan unilateral y tendenciosa. Los militares eran artífices de “la paranoia de caza de brujas” (pág. 149). Sea anatema su obrar, sin matices. Sus perseguidos, en cambio, –como los dos “delegados obreros de militancia comunista” (pág. 148) por los que procuró interceder y rescatar- son presentados amorosamente como “los dos chicos” de una “viuda” que “eran lo único que tenía en su vida” (pág. 148). Inofensivos chicos los guerrilleros. Paranoicos cazadores de brujas los militares. ¿Se necesita algo más para insertarse en la burda dialéctica de la historia oficial?
Huero de toda templanza en los juicios, y asustado cuanto ansioso por demostrar que estuvo en el bando de los derechos humanos, lo que le importa a Bergoglio es cohonestar cuanto antes la versión instalada: la represión castrense fue repudiable, todo el que la padeció merece ser defendido, protegido y homenajeado por la Iglesia. Es más, la Iglesia se justifica y se lava en la medida en que pueda demostrar que, durante aquellos años, estuvo del lado de los perseguidos por las Fuerzas Armadas, y tuvo sus propios “mártires” causados por la soldadesca procesista.
Por eso el empeño de Bergoglio en narrar con detalles cómo “en el Colegio Máximo de la Compañía de Jesús, en San Miguel, escondí a unos cuantos” (pág. 146), resultando ser hasta “los largos ejercicios espirituales” en el instituto “una pantalla para esconder gente” (pág. 147). Cómo “luego de la muerte de Angelelli” (a cuyo homenaje cuenta haber asistido) “cobijé en el Colegio Máximo a tres seminaristas de su diócesis” (pág. 146). Cómo sacó del país “por Foz de Iguazú, a un joven que era bastante parecido a mí, con mi cédula de identidad, vestido de sacerdote, con el clergyman y, de esa forma, pudo salvar su vida” (pág. 147). Cómo hizo todo lo posible por liberar a “dos delegados obreros de militancia comunista”, por cuya vida le había pedido que mediara Esther Balestrino de Careaga (pág. 148).
Entusiasmado por dar noticias de sus proezas a favor del partisanismo marxista, Bergoglio ni siquiera repara en que está confesando públicamente la comisión de delitos. Hasta que llega al punto central de su riña con el incalificable Verbitsky, y entonces jura y rejura, en largas parrafadas, (págs. 148-151) que estuvo siempre del lado de Yorio y Jalics, dos de los tantos jesuitas que fungieron de apoyo —intelectual y físico— a los planes de la Guerra Revolucionaria.
Son páginas sin desperdicio para medir el fondo del pecado y del temor servil al que ha llegado este desventurado pastor. Su afán de mostrarse colaboracionista del Marxismo alcanza aquí a su punto culminante. Porque esta es la tragedia veraz que no podrán seguir ocultando los artesanos del lavado de cerebro colectivo.
Durante aquellos años, la patria argentina fue blanco de una guerra, declarada, conducida y financiada por el Internacionalismo Marxista, como parte del programa total de la Guerra Revolucionaria. En esa contienda, Bergoglio estuvo del lado de los enemigos de Dios y de la Patria.
Con cálculo preciso, y para que la delimitación de posiciones ideológicas ya no admita vacilaciones, se le cede la palabra a Alicia Oliveira. Por si algún lector desprevenido no registrara a esta vieja militante izquierdista, los escribas nos la presentan de este modo: “Firmante de cientos de habeas corpus por detenciones ilegales y desapariciones durante la última dictadura, se desempeñó como letrada e integró la primera comisión directiva del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), una de las más emblemáticas ONGs dedicada a luchar contra las violaciones a los derechos humanos […] Con la llegada de Néstor Kirchner a la presidencia [se desempeñó] como Representante Especial para los Derechos Humanos de la Cancillería” (pág. 152).
Y Oliveira habla. Declara su “larga amistad” con el Cardenal “que la terminaría convirtiendo en una testigo calificada de buena parte de la actuación de Bergoglio durante la dictadura militar” (pág. 152). Cuenta que, dada su ostensible inserción en los planes de la guerra revolucionaria —que ella llama eufemísticamente “compromiso con los derechos humanos” (pág. 153)— el Cardenal “temía por mi vida” y le ofreció el Colegio Máximo como aguantadero. Cuenta cómo confió sus cuitas a Carmen Argibay —entonces Secretaria del Juzgado de Oliveira— y cómo “tras la caída del gobierno de Isabel Perón” sus “reuniones con Bergoglio se hicieron más frecuentes” (pág. 153). También sus coincidencias ideológicas sobre “los militares de aquella época” (pág. 154), y la necesidad de salvarles la vida a quienes ellos perseguían (ídem).
“Yo iba con frecuencia, los domingos, a la Casa de Ejercicios de San Ignacio, y tengo presente que muchas de las comidas que se servían allí, eran para despedir a gente que el padre Jorge sacaba del país […] Bergoglio también llegó a ocultar una biblioteca familiar con autores marxistas” (pág. 154).
Emocionada con los altos y muchos servicios que su amigo, el Padre Jorge, prestaba a la causa, Oliveira recuerda que no sólo puso el Colegio Máximo al servicio del ocultamiento de los zurdos, sino la misma Universidad del Salvador, pues “muchos nos fuimos a resguardar allí” (pág. 155). Ella, en efecto, dictaba Derecho Penal con Eugenio Zaffaroni, y “en sus clases hablaba con libertad”, analogando la “ley de ordalía” —que “los alumnos me decían que eso era horroroso”— “con lo que estaba pasando en el país” (pág. 155).
Una anécdota más le sirve a Oliveira para su apología de Bergoglio. Como el sodomita Zaffaroni estaba empeñado en traer al país a Charles Moyer, ex Secretario de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, al solo objeto de que fogoneara la eterna acusación contra las Fuerzas Armadas argentinas, y encontraba obstáculos para lograrlo, “le preguntó a ella qué podían hacer para que igual viniera, pero con un motivo falso. Oliveira recuerda: «¿Qué hice? Recurrí, claro, a Don Jorge, que me dijo que no me preocupara. Al poco tiempo cayó con una carta en la que la Universidad invitaba a Moyer a dar una charla sobre el procedimiento de la Corte Interamericana de Derechos Humanos […] A su regreso, Moyer le envió a Bergoglio una carta de agradecimiento»” (pág. 156).
El afecto la desborda al evocar todos estos gestos tan significativos para la causa de los marxistas, y Oliveira culmina diciendo: “La verdad es que si lo hubieran elegido Papa, habría experimentado una sensación de abandono, ya que para mí es casi como un hermano y, además, los argentinos lo necesitamos” (pág. 157).
Los “argentinos”, varones y mujeres tan bien definidos, como Argibay y Zaffaroni, sin ninguna duda. Otrosí la cáfila de comunistas —laicos o clérigos— a quienes cobijó con complicidad activa. Los argentinos de verdad y los católicos en serio, difícilmente sientan necesidad de un lobo disfrazado de cordero.
El Cardenal aún no ha terminado de proferir su credo para el regocijo del mundo y de su príncipe. “Creo en el hombre”, declara (pág. 160). E interrogado sobre Kirchner, y específicamente sobre la fama que se le ha hecho de ser un opositor a su gestión, se ocupa con diligencia de redondear su pulcra corrección política. “Considerarme a mí un opositor me parece una manifestación de desinformación […] En 2006 le mandé [a Kirchner] una carta para invitarlo a la ceremonia de recordación de los cinco sacerdotes y seminaristas palotinos asesinados durante la dictadura, al cumplirse treinta años de la masacre perpetrada en la Iglesia de San Patricio […] Más aún, como no era una misa lo que iba a realizarse, cuando llegó a la iglesia, le pedí que presidiera la ceremonia, porque siempre lo traté, durante su mandato, como lo que era: el presidente de la Nación” (págs. 114-115).
Está claro. Si hubiera sido por Su Eminencia, la profanación hubiera sido doble. Rendirle homenaje a quienes coadyuvaron a los planes de la guerrilla, y hacer presidir dicho homenaje, en una parroquia, a quien a todas luces repugna de la Fe Católica y la persigue sin hesitar. Vamos entendiendo algunas de sus palabras esparcidas en el libro: “Muchos curas no merecemos que la gente crea en nosotros” (pág. 101). “Algunos podrán aseverar: «¡qué cura comunista éste»!” (pág. 106).

LA IGLESIA ADÚLTERA


Nosotros, digámoslo claramente, no creemos que Bergoglio sea comunista, ni peronista, ni nada en particular. En sus opciones temporales debe aplicársele lo que Don Quijote utilizó para zaherir la inconducta de Sancho: “en esto se nota que eres villano, en que eres capaz de gritar ¡viva quien vence!” Toda esta exhibición de colaboracionismo marxista no brota tanto de un convencimiento ideológico serio, sino de una actitud villana. Si mañana se dieran vuelta las cosas, podríamos escucharlo cantar Giovinezza con acento piamontés.
Su problema es más hondo, más grave, más profundo; más difícil de que el buen Dios se lo perdone. Es el escándalo del Pastor que se vuelve mercenario, cuya semblanza maldita y reprobación consiguiente ha trazado y sentenciado Nuestro Señor Jesucristo con palabras de vida eterna (cfr. San Juan, 10, 11-13). “Oh mercenario! —grita San Agustín en su Comentario al Evangelio de San Juan—, viste venir al lobo y has huido. Has huido porque has callado, y has callado porque has temido”.
No es, por cierto, el suyo, un caso aislado. Es en este momento, en la Argentina, la cabeza de un conjunto de pastores que tienen similar conducta, y cuya última explicación encontramos en el Apocalipsis, cuando se protesta a la iglesia ramerizada, fornicando con los poderosos de la tierra y siendo infiel al Divino Esposo.
Pero dejemos las honduras de los Novísimos y ciñámonos al tema del que veníamos hablando.
La Iglesia ha sido puesta en el banquillo de los acusados por sus peores enemigos. Liberales y marxistas insisten en sostener que, durante aquellos difíciles años de la lucha contra la guerrilla, la Jerarquía calló, cohonestando así, de algún modo, las conductas ilegítimas que habrían cometido las Fuerzas Armadas. La respuesta de la acusada Jerarquía —Bergoglio el primero— fue tan frágil cuanto penosa. Pues consistió, por un lado, en recordar sus documentos a favor de los derechos humanos, emitidos durante la convulsa época (pág. 141); y por otro, en señalarse como damnificada, reivindicando un martirologio “católico” compuesto por personajes de inequívoca filiación o conexión terrorista.
Si al responder con el recuerdo de textos pro derechohumanistas centraba la cuestión exactamente donde no debía hacerlo, esto es, en el núcleo de la mitología enemiga, convalidándola indirectamente; al atribuirse como víctimas propias o como testigos eclesiales a quienes habían sido cómplices de la escalada subversiva, pidiendo incluso la beatificación para ellos, sembraba la confusión y potenciaba el engaño hasta límites dolorosísimos por el escándalo que comporta.
En efecto, ¿qué clase de Iglesia es ésta que, para defenderse de las acusaciones de haber estado asociada a la lucha contra la Revolución Comunista, rehabilita el tener caídos o ideólogos del bando de la misma, los homenajea efusivamente y los reclama en los altares y en el santoral? ¿Qué clase de pastores son éstos que para levantar el cargo de la complicidad con la represión castrense, aducen haber izado la misma bandera de los derechos humanos que enarbolaron como divisa nuclear de su ficción ideológica las bandas subversivas? ¿Qué clase de coherencia, en suma, pueden exhibir los obispos que hoy no trepidan en contemporizar con los montoneros y erpianos devenidos en funcionarios públicos, como no vacilaron ayer en incumplir el deber irrenunciable que tenían de hablarles claro a los hombres de armas, sea para que no delinquieran ni pecaran, o para que combatieran con cristianos criterios? ¿Qué confianza pueden inspirarnos estos funcionarios eclesiales llenos de movimientos dúplices, medrosos, acomodaticios y heterodoxos?
No; no ha salido airosa del banquillo esta irreconocible Iglesia. Acusada por los protervos de “ser la dictadura”, cuando debió serlo si aquella hubiera existido y en aras del bien común de la patria, sólo atina a sacarse el incómodo sayo de encima del peor modo posible: reduciendo su naturaleza salvífica a un internismo de derechas e izquierdas, en el que los exponentes de las primeras habrían sido culpables y las segundas constituirían proféticas voces demandantes de los sacros derechos del hombre.
Por eso ha abandonado a su suerte al Padre Christian von Wernich, ultrajado y preso mediante falsías inauditas. Por eso consintió el escarnio público de Monseñor Baseotto. Por eso no tiene una palabra ni un gesto de apoyo para los centenares de militares encarcelados arbitrariamente por la tiranía kirchnerista. Por eso niega todo reconocimiento de beatitud martirial a Genta y a Sacheri, mas anda pronta en canonizar a Angelelli, Pironio, los palotinos o las monjas francesas. Por eso no puede contarse con ella para que en los templos se rinda honores públicos a la memoria de los caídos en el combate contra los rojos, pero entrega al rabinato y a la masonería la mismísima Catedral Metropolitana o la Basílica de Luján.
Esta es la iglesia por la que lloró el entonces Cardenal Ratzinger, cuando en el Via Crucis del último Viernes Santo del pontificado de Juan Pablo II, dijo de ella que la cizaña prevalecía sobre el trigo. Y es la iglesia por la que lloramos nosotros, con llanto sostenido. Porque se nos crea o no —ya nada importa— no nos causa la menor gracia tener que denunciar a Bergoglio. Sólo Dios sabe el dolor indecible que esto significa. Ya quisiéramos tener un buen señor al que servir, y no un mercenario al que desenmascarar. Un Príncipe al que rendirle nuestro vasallaje, y no un lobo del que tomar prudente distancia.

ENVÍO PARA NECIOS


Pero el último enunciado merece un párrafo final aclaratorio. Dirigido a los necios, de quienes la Sacra Escritura nos advierte en fecundos pasajes, para que estemos prevenidos, así sea de su ignorancia como de su malicia, de sus calumnias como de sus enojos.
Estos necios pueden ser tanto laicos como religiosos, lo mismo da. Y ante estas páginas nuestras podrán formular diversos cargos, como de hecho ya ha sucedido en anteriores ocasiones.
Por respeto a los justos, sólo levantaremos preventivamente algunas de las posibles objeciones de la vocinglería necia.
1º.- No es atacar a la Jerarquía poner en evidencia la existencia de obispos felones, adúlteros, fariseos o heresiarcas. Es no pecar de omisión ni de encubrimiento ni de complicidad. Precisamente por amor a la verdadera Jerarquía.
Mientras escribimos estas líneas, en Mayo de 2010, el Papa Benedicto XVI ha viajado a Portugal y le hemos escuchado decir que “la gran persecución de la Iglesia no viene de sus enemigos de afuera sino que nace del pecado dentro de la Iglesia”. El Santo Padre no calla ni simula ni atempera esos pecados, así sean repugnantes como de hecho consta públicamente que son en tantos casos. A imitación del Vicario de Cristo, todo laico fiel debe secundar su prédica, repudiando los pecados internos, amonestando a sus cultores, previniendo de sus acechanzas a los desprevenidos, y proponiendo como único antídoto la práctica de la virtud y la predicación de la Verdad entera.
Ya en la Catequesis del miércoles 10 de mayo de 2006, el mismo Benedicto XVI enseñaba que “obispo es la palabra que usamos para traducir la palabra griega «epíscopos». Esta palabra indica a una persona que contempla desde lo alto, que mira con el corazón. Así San Pedro mismo, en su primera carta, llama al Señor Jesús «pastor y obispo-guardián- de sus almas» (1 P. 2, 25)”. Y citando a San Ireneo de Lyon, agrega: “Los Apóstoles querían que fuesen totalmente perfectos e irreprochables aquellos a quienes dejaban como sucesores suyos, transmitiéndoles su propia misión de enseñanza. Si obraban correctamente, se seguiría gran utilidad; pero si hubiesen caído, la mayor calamidad”.
Celebramos, honramos y obedecemos a “los guardianes”. Pero estamos moralmente obligados a detestar a los artífices de “la mayor calamidad”, no siendo ciegos que se dejen guiar por otros ciegos (San Mateo, 15, 14). Sigue siendo válido lo que santamente escribió el Capitán de Loyola a San Pedro Canisio, el 13 de agosto de 1554: que “los pastores católicos que con su mucha ignorancia pervierten al pueblo, parece deberían ser muy rigurosamente castigados, o al menos separados de la cura de almas”, pues “más vale estar la grey sin pastor, que tener por pastor a un lobo”.
2º.- Existe, efectivamente, esa obligación moral antes aludida, y se nos aplica a los simples “súbditos de celo y libertad, para que no teman corregir a los prelados, especialmente si el crimen es público y corre peligro la mayoría de los fieles”. Son palabras de Santo Tomás de Aquino (In Gal. 2,11, nº 76-77), pero podríase sobre el particular citar una multitud de textos escriturísticos, patrísticos, escolásticos, conciliares, canónicos y pontificios de todos los tiempos, conformando todos ellos un corpus doctrinal que en buena hora redondeó admirablemente Melchor Cano —teólogo de Carlos V en Trento— diciendo: “cuando los pastores duermen, los perros deben ladrar”. Esta es doctrina católica, y no lo es su negación o intencional olvido.
Ahora bien, en lugar de considerar esta doctrina de los deberes de los súbditos en orden a hacer valer los derechos de Dios; en lugar de tener en cuenta que no pocos santos la aplicaron, sin mengua de su obediencia a la Iglesia Jerárquica, sino por fidelidad a la misma; en lugar de discernir que de la enérgica y necesaria reprobación de los errores de ciertas autoridades eclesiásticas no se sigue la negación o el cuestionamiento de la Iglesia Jerárquica, per se, intrínsecamente y en su totalidad; en lugar, en síntesis, de dirigir la censura a los heresiarcas y rescatar la actitud de quienes para preservar a la susodicha Iglesia Jerárquica cumplen con el deber de señalar públicamente los extravíos, los necios nos condenan diciendo que no se puede “desautorizar públicamente a los superiores jerárquicos, ni criticar sus enseñanzas”.
Lo peor de todo es que para darle carácter apodíctico a este juicio —que contradice, como vimos, expresa enseñanza de Santo Tomás y del Magisterio— invocan a veces los necios “la regla 10ª para sentir con la Iglesia” (Ejercicios Espirituales, nº 362). Pero dicha regla de San Ignacio se refiere a la obediencia a las autoridades legítimas, punto que aquí no está en discusión. Y en plena congruencia con la doctrina antes asentada sobre los deberes de los súbditos, concluye aclarando: “de manera que, así como hace daño el hablar mal, en ausencia, de los mayores a la gente menuda, así puede hacer provecho hablar de las malas costumbres a las mismas personas que pueden remediarlas”.
Un autorizado comentarista ignaciano, el célebre escritor ascético, R.P. Mauricio Meschler S.J, ha precisado sobre el particular: “lo que el Santo recomienda aquí [en la Regla nº 10, E.E, nº 362] es un principio conservador de gran valía; se refiere a la observancia del cuarto Mandamiento de Dios, del orden y de la paz del pueblo cristiano. Tal espíritu de sumiso respeto a las autoridades constituidas siempre ha sido una prueba del genuino sentimiento cristiano católico. Siempre ha salido la Iglesia en defensa de la obediencia debida a la autoridad. Por esta razón, el que legítimamente advirtiera o hiciera advertir a los superiores sus yerros, sería muy benemérito así de la sociedad como de la Iglesia” (Mauricio Meschler y Enrique Pita, Sentir con la Iglesia y Discernimiento de Espíritus según San Ignacio de Loyola, Buenos Aires, Editora Cultural, 1943, pág. 40).
Porque, además, así como aplican indebidamente los necios la Regla nº 10 de San Ignacio, indebidamente aplican también el versículo 26,31 de San Mateo: “heriré al Pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño”, para hacernos responsables del “pecado abominable a los ojos de Dios” de “censurar públicamente a la Jerarquía, incitando a la confrontación y a la división del Cuerpo Místico”.
Pero dicho pasaje del Evangelio de San Mateo tiene precisamente otros destinatarios, pues es dolorosa y profética respuesta de Cristo a la promesa de los Apóstoles de no escandalizarse de Él, “aunque todos se escandalizaren en Ti”.
El Señor entonces le asegura con tristeza a Pedro, portavoz de los Apóstoles en la escena, que “esta noche, antes que cante el gallo, me negarás tres veces”. “La fe de esta predicción” —comenta Santo Tomás de la mano de San Jerónimo y de San Hilario— “estaba fundada en la autoridad de una antigua profecía; por eso añade: hiere al Pastor y las ovejas se descarriarán” (Santo Tomás, Catena Aurea, II, 2, Mateo XXVI, v. 30-35). Es a los sucesores de los Apóstoles, según este oportuno texto, a quienes hay que recordar que no nieguen a Cristo ni se escandalicen de Él, pues de lo contrario se dispersarán las ovejas.
En 1970, el notable Carlos Alberto Sacheri, escribía su libro La Iglesia Clandestina, en el cual, con documentación fidedigna de toda índole, denunciaba el aparato marxista-tercermundista, compuesto por sacerdotes y hasta por obispos, que socavaba los cimientos mismos de la Esposa de Cristo. También –o tal vez, principalmente, por este libro, lo asesinaron. Ahora bien; a Carlos Alberto Sacheri, que dio su sangre por Cristo Rey, quitándoles las máscaras a estos lobos, ¿también se le aplica la Regla nº 10 de San Ignacio, el versículo de San Mateo y los epítetos vulgares con que los necios quieren acallarnos? Curioso razonamiento: si un Cardenal de la Santa Madre Iglesia predica heterodoxias, y obra iniquidades, los necios jerárquicos se llaman a silencio. Si un laico recuerda la ortodoxia, es pecado abominable.
3º.- Suelen aducir los necios que con estas denuncias les hacemos el caldo gordo a los enemigos de la Iglesia.
Los enemigos de la Iglesia son, ante todo, los falsos pastores, los fundadores infieles, el clero ganado por el vicio nefando y por el pecado mayor de traicionar la integridad de la Fe. No necesitamos informarles a los lectores despabilados que liberales y marxistas, judíos y masones, ateos y gnósticos —y toda la gama posible de enemigos de la Iglesia— son los socios habituales de nuestra Jerarquía. Con ellos se sienten cómodos, no con nosotros.
No necesitamos agregar tampoco hasta qué punto —en nombre del ecumenismo y desfigurándolo, en nombre del diálogo interreligioso y corrompiéndolo— se ha dado pasto en abundancia a las fieras anticatólicas, desde las mismas autoridades eclesiásticas. El caldo gordo del enemigo lo cocinan muy bien los pastores devenidos en mercenarios.
Bergoglio se sabe papabile. Toda la primera parte de su libro está dedicada a probar que estuvo muy cerquita de suceder a Juan Pablo II. Hay quienes dicen incluso que, El Jesuita, pretende ser su plataforma electoral para el próximo Cónclave. Al mejor estilo de los purpurados europeos, como Giacomo Biffi con sus más que interesantes y aprovechables Memorie e digressioni di un italiano cardinale, Su Eminencia ha querido tener su propio relato biográfico. Este es el peligro que debe movilizarnos: que un enemigo declarado de la Verdad como el Cardenal Bergoglio pueda presentarse impunemente como papabile. ¿Cuál es la parte que no entienden los múltiples necios que dicen que desenmascarar a un enemigo es hacerles el caldo gordo a los enemigos? ¿Cuál es el principio de identidad y de contradicción del que no llegan a percatarse?
4º.- Una aclaración postrimera nos queda en el tintero y hemos de reiterarla. No nos causa alegría andar de desencuentro en desencuentro con curas y obispos, incluso con algunos de estos últimos, con quienes habiendo tenido cierta amistad o trato cordial antes de que fueran investidos, nos niegan ahora como si estuviéramos leprosos. Tampoco nos causó alegría en su momento el haber tenido que salir públicamente a discrepar con el Santo Padre por el tratamiento de la cuestión judía.
Somos nadie para decir estas cosas. Individualmente considerados, carecemos de todo rango, de todo encumbramiento y, se quiere, de todo mérito o autoridad. Pero no es nuestra valía personal lo que aquí está en juego, ni nos importa defender prestigios subjetivos. En esto, coincidimos con Federico Mihura Seeber: “Nuestro móvil no puede ser ya más la fama […] Trabajamos, sin duda que en la tierra, pero para la Ciudad que baja del Cielo” (De Prophetia, Buenos Aires, Gladius, 2010, pág. 250).
No hemos sido educados para tener que rebelarnos contra curas y obispos, sino para arrodillarnos frente a la Jerarquía, orgullosos de la sujeción y del honor de poder rendir nuestros servicios. Nos lastima hasta la fibra más honda del alma constatar que, en líneas generales, nuestros pastores y clérigos son medrosos, ambiguos, heresiarcas y hasta poco o nada viriles, como diría Santa Catalina de Siena. Tal situación nos provoca una desazón y un tormento que, insistimos, sólo Dios conoce, y sólo El sabrá porqué lo permite.
Pero no debemos callar. En nombre propio, en el de los tantos y tantos que padecen similar dolor, en el de nuestros maestros mártires y en el de nuestros potenciales discípulos. No debemos callar, porque la esperanza está puesta en el triunfo de la Verdad Crucificada, oportuna e inoportunamente testimoniada. No debemos callar ni retroceder, porque a pesar de la jerarquía prevaricadora y de sus obsecuentes necios, alguien tiene que decir la Verdad.